Solemos hablar de generaciones para definir a un conjunto de personas que, al haber nacido en fechas próximas, viven experiencias educativas, culturales y sociales similares y se comportan de manera más o menos análoga. Aunque la propia sociología es crítica con esta modelización, la generalización nos permite ordenar y clasificar y nos ayuda a establecer características, tendencias y comportamientos.
Actualmente, la generación de moda, la que está en boca de todos es la Generación Y, los millennials —los nacidos entre 1982 y 1998—, denominados así porque se hicieron adultos con el cambio del milenio.
Como sucede en cualquier otra generación, no es un grupo tan homogéneo ya que los que actualmente tienen 18 años, a la fuerza, no compartirán las experiencias vitales de los de 35 años. Sin embargo, no hemos dudado a la hora de definirles a todos como individualistas, superficiales, egocéntricos, narcisistas, consentidos, faltos de compromiso, obsesionados con las redes sociales… Una categorización no exenta de prejuicios. Una vez más, acostumbramos a despreciar o ignorar lo que no entendemos.
La paradoja es que, a la vez que les juzgábamos de esta manera, también les calificábamos como «la generación más preparada de la historia». Lo cierto es que, como otras generaciones, tiene sus peculiaridades y sus diferencias con las anteriores: no ven mucho la televisión porque prefieren ver series y películas en su tablet u ordenador, no compran periódicos pero se informan a través de internet, tampoco compran discos pero abarrotan conciertos, y son esencialmente digitales, multipantallas y adictos a las apps y a las redes sociales. Podemos afirmar que son el mejor ejemplo de la «economía compartida» (Uber, BlaBlaCar, Airbnb, Spotify, Netflix…) y, de la misma manera que lo hacíamos antes, también podemos definirlos como críticos, exigentes, reformistas, poco materialistas, comprometidos, digitales y participativos. Los valores que los definen, transparencia, sostenibilidad, participación, colaboración y compromiso social les llevan a aproximarse de forma diferente a cómo entienden las generaciones anteriores la política, la economía y la sociedad y, en general, el compromiso colectivo.
El 15 de mayo de 2011 miles de jóvenes salieron a la calle en numerosas ciudades españolas para expresar su descontento y reclamar una nueva forma de hacer política y otra política económica —más social, justa e igualitaria— para hacer frente a la crisis. Hoy, seis años después, la tasa de paro entre los jóvenes es del 40%, y los que trabajan sufren la precarización estructural y la contracción salarial. No serán la primera generación que viva peor que sus padres (quizá los ya no tan jóvenes, integrantes de la Generación X, tengan ese dudoso honor) sino que, por desgracia, su futuro dependerá más de la riqueza de sus padres que de sus propios esfuerzos. Reciben una herencia mixta y a veces contradictoria: un espacio de libertades consolidado pero también una incertidumbre mayúscula respecto al progreso; un mundo hiperconectado pero con más pulsiones proteccionistas que nunca; un mundo con pocas barreras al acceso y muchas a la elección…
Por tanto, independientemente de las características intrínsecas como generación, podemos afirmar que, cuando se les ha excluido del relato vital que conocían a través de sus padres (una carrera universitaria que garantizara una buena salida profesional, sueldos con los que poder independizarse y acceder a una vivienda y tener familia), han emprendido un camino de diferenciación, adoptando actitudes y comportamientos (electorales, en el consumo, en la forma de vida…) que tienen en común el distinguirse de lo que dicen y hacen sus mayores.
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